Que en paz descanse aquel que supo llevarnos a la antesala de la Gloria.
Murió de asfixia, según la autopsia practicada a pocas horas de su fallecimiento. No fueron suficientes las nebulosas de pasión que le inyectábamos cada día; el intruso que acechaba con su bolsa de plástico fue más hábil que nosotros y atacó en el momento preciso; dejándolo sin aliento.
Ha muerto aquel que me hizo convertirme en la niña malcriada que asaltaba tus mañanas con el más dulce de los buenos días; esa que se dormía en tus brazos enternecida por tus caricias que aprendieron a ser perfectamente acertadas.
Llegó el final de esos cappuccinos a punto de caer la noche, impregnados de aquella mezcla de lujuria e inocencia.
Se acabaron los días de aquel sentimiento que se nos metió entre los huesos sin siquiera darnos cuenta y nos hizo comprender que el secreto está quizás en las cosas mas sencillas; que se puede ser feliz con el simple hecho de tenerse, que el sentido de la confianza gana más que el de la posesión.
Ya no habrá más de esa obsesión mía por que no echaras más azúcar de la debida en tu café de todos los días, ni de esa preocupación tuya por que comiera a la hora indicada.
Se terminó esa complicidad que creamos al márgen de los problemas, esa que nos envolvía en una burbuja de algodón y nos hacia olvidarnos de que el resto del mundo existía.
Ya no estará ese niño grande que se reía junto a mí de las tonterías de la vida, ese que se duerme hasta en la punta de una aguja y que se calmaba al roce de mis manos en sus mejillas.
A todos nos llega la hora, a nuestro amor le llegó ese martes aburrido, que empezó como otro cualquiera y terminó siendo la marca imborrable de un antes y después en nuestras vidas.
“Algún día nos volveremos a ver”, no sé si quiero o no creer en esas palabras salidas de tu boca en vía directa desde tu corazón. En este momento no tengo el suficiente discernimiento para saber si sería lo mejor o lo peor que nos podría pasar.
Mientras tanto, sólo necesito que las heridas empiecen a sanar; quizás estoy pidiendo demasiado, muy pronto; pero es que ya se hace necesario dejar de llorar tu ausencia, quizás más con mi alma que con mis ojos.
Lo vivido fue demasiado intenso como para borrarlo; no es mi intención. Pretendo conservarlo como un recuerdo de los dos años y 4 meses más intensos de toda mi existencia hasta el día de hoy, pero igual preciso reconocer que hay momentos en los que irremediablemente es necesario decir adiós, por puro instinto de supervivencia.
Quisiera creer que al menos todo esto sirvió para que aprendieras lo que hasta ese 19 de mayo ni imaginabas que existiera. Te regalé toda la ternura que te hacía falta y eso ya me hace feliz, ojalá que tu vida no pierda los colores que le pinté con mi amor; la mía sin duda conservará los rastros de tu magia.